Tempestades de acero by Ernst Jünger

Tempestades de acero by Ernst Jünger

autor:Ernst Jünger
La lengua: spa
Format: epub
Tags: Bélico
publicado: 1920-01-01T05:00:00+00:00


Junto al arroyo Cojeul

Ya antes de irme de permiso relevamos en la primera línea a la Décima Compañía, el 9 de diciembre de 1917, tras unos pocos días de descanso. Ha quedado indicado antes que la posición estaba situada delante de la aldea de Vis-en-Artois. Los límites de mi sector eran los siguientes: por la derecha, la carretera que unía Arras con Cambrai; por la izquierda, el lecho fangoso del arroyo Cojeul. El contacto con la compañía vecina lo mantenían patrullas nocturnas que iban y venían de un lado a otro cruzando el arroyo. Una elevación del terreno, que se alzaba entre las primeras trincheras de ambos bandos, nos impedía ver la posición enemiga. Fuera de algunas patrullas que por las noches venían hasta nuestras alambradas y del zumbido de un motor eléctrico instalado en la cercana Granja de San Huberto, la infantería enemiga no dio señales de vida. Muy desagradables fueron, en cambio, los frecuentes ataques por sorpresa con minas de gas, que se cobraron varias víctimas. El enemigo realizaba esos ataques por medio de varios centenares de tubos de hierro introducidos en la tierra; la carga se hacía estallar eléctricamente y ocasionaba una ráfaga de llamas. Tan pronto brillaba aquel resplandor, se daba a gritos la alarma de gas, y quien no tenía colocada delante de su boca la máscara antes de que el gas llegase lo pasaba mal. En algunos puntos el gas alcanzaba, sin embargo, una densidad casi absoluta, de modo que de nada servía la máscara, por la sencilla razón de que no había oxígeno que respirar. Esto nos produjo varias bajas.

Mi abrigo estaba excavado en el escarpado talud de una gravera que abría sus fauces detrás de la posición y que casi todos los días era bombardeada intensamente. Detrás de la gravera se alzaba una silueta negra, el armazón de hierro de una destruida fábrica de azúcar.

Aquella gravera era un lugar siniestro. Entre los embudos, que se encontraban llenos de material de guerra ya utilizado, estaban clavadas las cruces, inclinadas por el viento, de numerosas tumbas en estado de abandono. Por la noche no se veía a dos dedos de los ojos, y si uno no quería salirse del seguro sendero formado por los enjaretados de hierro e ir a parar al lodo del cauce del Cojeul, se veía obligado, una vez que se había extinguido el resplandor de la bengala anterior, a aguardar a que se elevase la siguiente.

Cuando no tenía nada que hacer en la trinchera de los centinelas, aún en construcción, pasaba los días dentro de mi gélida galería, leía un libro y, para entrar en calor, golpeaba con los pies los marcos de madera de la galería. También servía para calentarnos la botella llena de menta verde que teníamos escondida en un agujero de la roca calcárea; mis ordenanzas y yo ingeríamos grandes tragos de aquel licor.

Pasábamos un frío tremendo; pero aquel lugar se habría vuelto inhabitable si hubiéramos dejado que desde la gravera ascendiese al nublado cielo de diciembre la humareda de una pequeña fogata.



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